El símbolo

El símbolo no es una imposición de nuestra psicología, sino creación del hombre, una invención destinada probablemente en su origen a complementar el dominio de las señales que era accesible al hombre en evolución. Frente a la señal, el símbolo era algo artificial. Esto, que puede parecer una debilidad del símbolo, es lo que ha constituido su potencia. Del mismo modo que el instrumento ha sido originariamente un modo de completar las imperfecciones de nuestros órganos, pero pronto ha adquirido vida propia que le ha llevado a multiplicar indefinidamente la potencia del órgano, también el símbolo probablemente era al principio un medio de suplir las deficiencias de nuestros aparatos perceptores de señales, pero pronto se independizó y sobrepaso infinitamente en potencia a todas las señales. Su debilidad originaria se transformó, así, en poder: su artificialidad trajo consigo su carácter abstracto y su poder de generalización.

El hombre vive en un mundo simbólico. No es un mundo de estímulos alarmantes o tranquilizadores, sino un mundo de objetos, un mundo ordenado, clasificado, “interpretado” como decía (y lamentaba) Rilke.

El símbolo no se apoya en la experiencia de una sucesión de hechos, sino en la existencia de una regla o convención que atribuye a tal símbolo tal significado. Ahora bien, establecer o seguir una regla es algo totalmente distinto de establecer una asociación entre dos fenómenos que se suceden regularmente. La asociación de imágenes es un fenómeno psicológico, no exclusivo del hombre; la regla o convención es un fenómeno social y cultural. Por ello, el símbolo no puede aprenderse individualmente, sino por participación en la visión social de un grupo humano. En el símbolo lo importante no es la forma física que adopta, sino su función, el uso para el que ha sido creado. Por eso decimos que el símbolo es abstracto.

Los poetas y los místicos han lamentado a veces la barrera que el simbolismo han alzado entre nosotros y la realidad en sí misma. Han pensado que el simbolismo no es sólo un enmascaramiento de la realidad, sino también una ruptura de la unidad de experiencia original, en la que aún no existía la polarización entre el mundo por un lado y yo por el otro. una de las aspiraciones más profundas de algunas corrientes místicas orientales (el budismo zen) es traspasar la barrera de los símbolos para llegar a reconstituir la unidad originaria en la que no exista aún diferenciación del sujeto y del objeto, del yo y el mundo.

Frente a estas tendencias es preciso mantener el valor de revelación de lo real que puede tener el simbolismo y el lenguaje. No tenemos por qué concebir el símbolo como un disfraz de la realidad. Por el contrario, el símbolo y el concepto pueden revelarnos estructuras profundas de la realidad que no son accesibles a los sentidos. Cuando imponemos un nombre a una clase de objetos, lo hacemos porque en esa clase percibimos ciertas estructuras comunes, ciertas semejanzas. El símbolo llama nuestra atención sobre esas semejanzas y, al hacerlo así, nos hace patente un aspecto de la realidad que podría habernos pasado desapercibido.

Tampoco la separación del yo y el mundo es una invención del símbolo. En nuestra más mínima sensación se encuentra ya latente, y en el animal que huye de un enemigo está bien presente. Lo que hace el simbolismo es hacer consciente esta distinción implícita. Al hacerlo así, se crea en el hombre un espacio de verdad y de libertad. Pues solo cuando tenemos plena conciencia de la objetividad de la realidad podemos aspirar a reflejarla con independencia de nuestros intereses y aspiraciones. Y solo cuando tenemos conciencia plena de nuestro yo, de sus intereses y aspiraciones, podemos someter a examen el valor de sus motivos y crear así la posibilidad de la libertad.

Lejos de ser una distorsión de la realidad, el simbolismo nos desvela la realidad del mundo y de nosotros mismos.

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